En el barrio se vive la clásica calma de estas horas cuando la tarde comienza a caer y la ya tenue luz del sol apresura su ida. A lo lejos escucho el sonido de un parlante, un vehículo publicitario; no alcanzo a oír lo que dice pero su sonido armoniza con la tranquilidad de escena como un sonido de fondo casi imperceptible.
Es un paisaje terroso, las calles están rotas en cada esquina desde la última lluvia. El mejor ejemplo es la esquina de Cervantes y Belgrano, un pantano que ahora que lo pienso lleva más de un año en esa condición. El color amarronado de las calles de tierra se mescla con los árboles secos en su mayoría Sauces llorones, hoy más tristes que nunca a causa del invierno y las intensas heladas de los últimos días. El cielo es el único contraste manchado borrosas de nubes blancas estáticas.
Dos loros pasan dando graznidos por en sima de mi cabeza. Miro al final de la calle Cervantes, hasta donde la visión de mis ojos me lo permite. La última figura que se percibe es un árbol recortado del azul del cielo, desde aquí no me es imposible precisar su altura pero sin dudas que ha de ser enorme de otra forma no podría resaltar de esa manera allí a lo lejos. Recuerdo que cuando niño más de una vez fantaseé con la posibilidad de “explorar” junto con mi mejor amigo por esos tiempos la distancia que me separaba desde mi casa hasta aquel árbol gigante que hoy vuelvo a ver tan distante. A unas cuadras en esa misma dirección veo la torpe maniobra de un auto subiendo y bajando por las calles destruidas del barrio. Me acuerdo de que hoy estuvo de visita el gobernador por la ciudad y a unas pocas cuadras de mi casa, claro que sólo se animó a visitar la obra de entubación de la J.J. Franco, a unas cinco cuadras de la Cervantes, me rio solo.
Ahora miro a mi derecha, me vuelvo a lamentar por el pantano que veo en la esquina, una cuadra más allá por calle san José, la única pavimentada el transito se agita por momentos, un motociclista sin casco pasa volando. Y pasando la San José a poco más de media cuadra la Cervantes finaliza con una palmera en medio puesta ahí desde quién sabe cuándo, seguramente ha nacido con el barrio y esta desde mucho antes de dividir las calles. Finalmente, el horizonte no puedo ver el sol ocultarse desde mi ventana, no en esta época del año, allí el cielo luce un naranja pálido, poco romántico y un tanto aburrido.
Pasando el charco, entre Belgrano y San José unos niños salen corriendo de su casa y se paran en medio d la calle. Uno tiene una escoba en sus manos y comienza a girar sobre su propio eje, otro hace lo mismo pero con una pala de albañil que seguro le prestó su padre sin que éste lo supiera el tercero, el más pequeño de los tres sin nada en sus manos también gira. ¡Ahora recuerdo que están en vacaciones! Con razón no dejan dormir a la siesta jugando a la murga o a la pelota.
Los chicos callejean de un lado al otro, se parecen a los perros del barrio aunque, claro los perros son más tranquilos. Todos mestizos, hay uno negro tirado cómodamente en al lado de los chicos, los mira extrañado como no entendiendo que hacen. En la otra esquina otro perro, marrón casi atigrado cruza la calle a paso tranquilo. Veo otro más un necro retacón con cara de malo custodia la entrada de su casa. Son parte insustituible del paisaje, algunos parecen ser los dueños del barrio tal cual líderes narcos manejando las acciones de todos.
El cielo está más oscuro ahora, pasan volando otros dos loros por mi cabeza, no sé si serán los mismos loros de hoy ¿o serán dos loros nuevos? Y por arriba de todo, los cables de tendido eléctrico, cables de teléfono, cables de la tele, cables, cables, cables. Se repiten las figuras de los postes, la mayoría postes de madera cruzados en lo alto por pequeños tirantes que sostienen el cableado dan la impresión de ser cruces gigantes remarcadas en el cielo. La visión me transporta a un cementerio descuidado y lúgubre. Me gusta.
Ahora los chicos que jugaban con escobas viejas y palas de albañil andan e bicicleta. Las dos bicicletas muy altas para sus pequeñas estaturas pero se las arreglan sin problema. Uno de ellos lleva al más pequeño de los hermanos en el porta cargas. “Tatin” cruza por la otra esquina, como es habitual lleva su bastón debajo del brazo. Viste un saco color marrón evidentemente muy viejo y pantalones oscuros arrugados y sus zapatos gastados de tanto uso. También lleva puesto un sombrero de paja muy parecido a los que usan los exploradores que salen en el National Geographic. Al verme me saluda tocando con sus dedos el borde de su sombrero y sin tiempo a que yo le devuelva el gesto baja la cabeza y continúa murmurando algo indescifrable en una conversación con alguien que sólo él puede ver.
Vuelvo la mirada para la casa de los vecinos de enfrente, algo que se mueve entre la basura cerca de la silla de tres patas llama mi atención. Es el perro de la casa que recién ahora me doy cuenta ha estado todo este tiempo durmiendo perdido entre la chatarra, levanta la cabeza, bosteza abriendo sus fauces y vuelve a dejar caer sus cabeza pesadamente. A mí ya me está dando frio, el sol se fue, yo también. Cierro la ventana.
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